martes, 17 de agosto de 2010

XIII - Indiferencia

Hace algún tiempo estaba mi señora esperando el colectivo a las siete de la tarde en la estación de Ezeiza. Recibió una llamada en su celular, y luego de atender la llamada lo volvió a guardar en el bolsillito de su saco. En ese momento, un señor (de alguna forma hay que llamarlo) la atacó por detrás y con una mano la tomó por su muñeca derecha mientras que con la otra trató de quitarle el celular de ese bolsillito. La petisa dejó caer la bolsa con las compritas de la cena que tenía en la otra mano y de alguna manera consiguió embocarle una soberbia piña al caballero, tanto que éste cayó al piso. Acto seguido mi dulce esposa le propinó unas 37 patadas en diversas áreas de su anatomía y todas las piñas que fueron necesarias para mantenerlo en el piso cada vez que trataba de pararse, todo eso mientras le gritaba todas las groserías que sabe, y sin repetirlas ni una sola vez. Cuando ya empezaba a hacerse tarde, aparecieron un par de conocidos del maltrecho, humillado e incompetente ladrón, lo rescataron y se lo llevaron con rumbo desconocido.

Pasada la conmoción del suceso, me planteé algunos temitas...

Las siete de la tarde en la estación de Ezeiza! Tienen idea de cuánta gente había allí? Nadie intervino para nada (excepto para salvar a nuestro amigo) En todo ese tiempo ni un policía, ni un guardia de seguridad de la estación, ni un inspector de tránsito ni nadie...

Esto me recuerda a mi propia anécdota, en 1999, cuando intentaron robarme de forma parecida en Callao entre Corrientes y Lavalle a las dos de la tarde... Claro, no estaba mi señora, que si no... Yo llevaba unos diez mil pesos convertibles 1 a 1 que eran para el pago de sueldos en la empresa en la que yo laburaba entonces. Me enganché en una linda pelea y hasta la estaba ganando, tal vez justamente por eso apareció de la nada un cómplice que me atacó antes de que yo consiguiera siquiera verlo. Terminé con más de tres meses de yeso desde el cuello hasta la cintura, aunque me queda el consuelo de que no pudieron sacarme nada. El asunto es que estaba yo abrazado a mi maletín tirado en el suelo en Callao entre Corrientes y Lavalle a las dos de la tarde y nadie vio nada... ni siquiera me veían a mí, ni un alma caritativa que me ayudara a sentarme al menos... recuerdo que le pedí a una persona que pasaba por allí que por lo menos me alcanzara mi celular que había caído a unos tres metros de donde yo estaba y lo único que hizo fue acelerar el paso como si lo mío fuera muy contagioso.

Estoy más enojado con la gente que con los chorros... estos al fin y al cabo son chorros y cumplen patrióticamente con su deber como tales. Uno, sin embargo, esperaría otro proceder de ciudadanos comunes que comparten las calles con nosotros.

Me molesta la indiferencia de la gente, aunque sé por propia experiencia, que involucrarse puede traer problemas. Hace algunos años estábamos llegando a casa como a las dos de la mañana -vivíamos en Longchamps entonces- a solo tres casas de llegar, una vecina a la que veíamos todos los días, prácticamente se tiró adelante del auto. Llovía a baldazos y estaba en camisón. Lloraba desesperadamente y nos pedía ayuda, diciendo que su esposo estaba lastimado dentro de la casa, que necesitaba ayuda. Entré y estaba el hombre muerto en la habitación, muy muerto con un disparo en el pecho. Para qué... sin entrar en detalles, baste con decir que casi termino en cana... fueron meses de dolores de cabeza. Tiempo después, ya viviendo en Ezeiza, cada tanto venía algún patrullero a buscarnos para llevarnos y hacernos las mismas preguntas una y otra vez, y nunca de modo amable. Pero esa es otra historia.

Yo no soy indiferente. Si alguna noche lluviosa a las dos de la mañana una vez más se me cruzara una mujer desesperada en camisón pidiendo ayuda, yo volvería a detenerme.