Entre 1981 y 1992 estuve embarcado en 19 barcos, Cada uno de ellos fue diferente. Algunos buenos, otros malos, otros interesante, otros aburridos… hubo de todo. Sin embargo, quiero dedicar un recuerdo al que fuera mi último barco. El “Revolución Productiva”
Proletarskaya Revolutsiya
ПРОЛЕТАРСКАЯ РЕВОЛЮЦИЯ
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Estar con esta gente fue una experiencia interesante. Me hice amigo de un ingeniero, Sergei Tatarenko, de 30 años, ex profesor universitario que estaba a cargo de la fábrica de harinas, aceite y enlatados (de pescado, claro) Ni siquiera estaba allí con jerarquía de oficial. Ganaba un sueldo ridículo para nuestros niveles y así y todo me explicaba que había dejado su carrera universitaria porque allí había mucho mejor salario. Llevaba como casi todos sus compañeros, casi un año embarcado y lejos de sus familias. Tenía la idea de quedarse en Argentina y traer a su esposa e hija. Para ello, su primera meta era aprender el castellano tan bien como fuera posible. Con ese fin, todas las noches alrededor de la medianoche venía a mi camarote armado con un cuaderno y su equipo de mate (se había convertido en un adicto) así, entre mate y mate, conversábamos de temas diferentes. Cuando encontraba alguna palabra o expresión que le resultaba de interés la anotaba inmediatamente en su cuaderno. Hizo unos cuantos intentos de enseñarme algo de ruso, pero cuando comprendió que yo era absolutamente incapaz de aprender, abandonó su empeño.
El resto de la tripulación estaba compuesta por unos cuantos oficiales que estaban profundamente ofendidos con nosotros. No toleraban que le hubieran cambiado el nombre y la bandera al Proletarskaya Revolutsiya. De hecho, cuando Savenkov llamaba por radio a la compañía utilizaba el antiguo nombre del barco. Mejor no mencionemos el tema de los sueldos: El cocinero argentino ganaba más que el capitán ruso... Por cierto, nuestro cocinero preparaba la cena y el ruso perpetraba el almuerzo. En realidad, el bueno de Ivan no era cocinero. Era tornero, pero cuando debieron desembarcar al cocinero ruso por razones de salud le asignaron esa tarea, sin preguntarle siquiera si sabía preparar una taza de té. Pobre... era tan malo que entre sus compañeros circulaba la broma de decir que cuando Ivan ponía a calentar agua, en lugar de hervir se le quemaba... Nosotros no nos preocupábamos. Nuestro cocinerito era capaz de hacer verdaderas maravillas. Los rusos veían con envidia como cada noche cenábamos como príncipes toda clase de platos. El hielo se rompió un domingo, cuando no se nos ocurrió mejor idea que preparar un gran asado. No sé si fue el olorcito lo que los atrajo uno por uno o si estaban preocupados por la amenaza de incendio de su precioso barco.
Además de los oficiales, había unos setenta miembros rusos en la tripulación. En su mayoría eran personas aparentemente muy simples. Muchos de ellos no habían hecho otra cosa en su vida. Trabajaban incansablemente. Eso era comprensible, ya que nuestros contratos estipulaban que nuestros sueldos se calculaban como un porcentaje de las ganancias, el que variaba según la posición de cada uno. Como los argentinos, cuando no estábamos realizando las tareas que nos correspondían de acuerdo a nuestro rol (yo era el oficial argentino a cargo de las comunicaciones) bajábamos a la fábrica a ofrecer nuestras manos para realizar las tareas en las que pudiéramos colaborar, lentamente fuimos ganando la simpatía de la mayoría de ellos. A mí me apreciaban particularmente, supongo que debido a que jamás les hice notar mi jerarquía de oficial. Muchas veces bajé a comer con ellos, lejos del comedor con manteles blancos que estaba reservado para los oficiales. Me gustaba estar con ellos a pesar de mi absoluta ignorancia del idioma, por suerte siempre andaba cerca mi buen amigo Sergey, mi intérprete personal. Eran divertidos, siempre alegres...
Tal vez por estar lejos de sus familias, o tal vez porque eran rusos nomás, nunca estaban del todo sobrios (con excepción de Sergei, que no soltaba el mate) Sin embargo, nunca estaban completamente ebrios. El capitán Savenkov jamás pisó el puente sin tener un vaso en la mano. Se decía que de estar sobrio no sería capaz de maniobrar el barco de algo más de cien metros con la facilidad que lo hacía. Una infortunada tarde de domingo se me ocurrió pasar por el salón de la tripulación para saludar... Cuando me vieron, prácticamente me obligaron a sentarme con ellos para beber ese brebaje que ni siquiera tenía nombre y que ellos mismo preparaban en la destilería que estaba en el último rincón de la sala de máquinas. "¡Sergio! ¡Rusia tradición!" me repitieron una y otra vez hasta que tuve que aceptar. Utilizaban unos jarros de acero tipo militar de aproximadamente medio litro al que llenaban completamente y que bebían de a uno por vez mientras los demás lo animaban con un coro de "¡hey! ¡hey! ¡hey!" aumentando la velocidad a medida que el contenido del jarrito iba desapareciendo. Pretendían que yo hiciera lo mismo. Me habían sentado entre los dos rusos más grandes que estaban allí. Tuve que hacerlo para que mis secuestradores me dejaran ir. No sé por qué no recuerdo qué pasó después, pero nunca más me acerqué a ese lugar los domingos por la tarde
Muy interesante este comentario sobre ese barco. Nosotros desde acá, por intermedio de Pato algo sabíamos...Vos tenés siempre un barquito en algún rincón de tu corazón.....
ResponderEliminarHola Sergio! No tengo la menor duda de que eres tu! No se si me recuerdes. Te saludo con afecto desde Venezuela
ResponderEliminarHola Sergio, tengo el teléfono de Sergei Tatarenko, se quien es y después de leer esta nota me di cuenta que te gustaria mucho volver a verlo si no tenes novedades al momento. vive en buenos aires!!
ResponderEliminarsaludos y cualquier cosa que necesites consultame.
quién sos??!!
EliminarExcelente Relato de Mar que merece ser puesto al papel y ser y ver la luz en librerias. Yo lo compraria.
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